sábado, 5 de noviembre de 2011

V Moncada

Jhon le llamaba la revolución de las perras cada vez veía una o más mujeres vestidas sensualmente por la calle, con sus traseros respingados hacia arriba y sus pechos duros.
Heredó lo mujeriego de su padre que cambiaba de mujer como cambiar de calzoncillo. De su madre heredó la virtud de trabajar en cualquier circunstancia sin perder el estilo de buena gente, aunque él agregó nuevos métodos en su forma de ganarse la vida. Desde tercer curso de colegio decidió que quería vivir solo y vino a Sta. Risa porque tenía  unos familiares. En Machala había vendido limones en el mercado y recorrido varias ferias de la provincia con la ácida fruta metida en saquillos, aunque por su espíritu fuerte y luchador él sabía que ese no era su destino.
Recién llegado a Santa Risa se hospedó donde su padre, que vivía en Los ceibos, pero salió corriendo a las dos semanas porque no soportaba a su madrastra de turno. Un tío materno que residía a dos casas le prestó un cuarto en el segundo piso solo por una semana. Jhon se quedó tres años, ocupó también la sala, el baño, el patio, como si hubiera nacido ahí. Lo cara de tuco era una característica peculiar y hasta caricaturesca en él, por eso no provocó la ira de sus familiares.

Ese era un sector peligroso y Jhon consiguió trabajo en el Night Club  de un tío paterno, del cual se pelearía a muerte cinco años después. El antro quedaba a tres cuadras de su domicilio. La "Casa Blanca" era un prostíbulo de poca calaña que gozaba de prestigio en Santa Risa por tener poco tiempo de funcionamiento, cero muertos, chicas jóvenes de otras provincias, y estar ubicada lo prudentemente lejos para ir y pasar desapercibido bajo las sombras de las ultimas mesas.
El piso era de cemento con manchas negras de chicles pegados. Lo que antes había sido una sala decente se había transformado en una hilera de mesas de madera con vallenatos y salsa a todo volumen. Rara vez se escuchaba alguna balada de moda, y eso era por que alguna de las chicas la solicitaba. La cocina se había transformado en un bar donde la cerveza valía un dólar y se almacenaban todas las marcas corrientes de cigarrillo y dos variedades de chicles. El congelador pegado a la pared que también colaboraba cortésmente a la contaminación auditiva con el ruido de carro viejo.
Los cuatro cuartos eran mataderos que olían a semen, a sudor, a condones desechados y a lágrimas derramadas en los colchones sucios y pegajosos, creando un ambiente tétrico donde difícilmente alguien se imaginaría un momento de pasión. Sin embargo yo una noche me gané buena fama de la que luego me jactaría ante mis amigos. Ajeno a la repulsión que me provocaba el lugar una madrugada me pegué dos palos al hilo con una puta conocida como la tres platos. Ella se dio cuenta de mi hazaña y en lugar de felicitarme como pensé que lo haría, me cobró doble, sin embargo el precio fue justificado porque le contó a Jhon lo que yo había hecho y él no demoró nada en correr el rumor por todo el colegio. Eso me dio una fama de virilidad ante las mujeres y mirada de respeto de los hombres. El techo era de zinc, lo que permitía que en la casa vecina los adolescentes se cuelguen de la pared para observar gratis una película pornográfica en vivo. Esa era la casa blanca y Moncada era el mesero oficial.

Al menos dos veces por semana lograba convencer a las prostitutas de acompañarlo a su cuarto gratis. Las muchachas que no eran de la provincia y que no tenían otro sitio para quedarse más que el mismo cuarto donde trabajaban solían aceptar pasar la noche en compañía de un amante conocido antes que quedarse a dormir en un cuartucho penetrado por el olor a alcohol y sexo barato.

El las metía a puntillas por la escalera rechinante de madera hasta el segundo piso. Una vez en la habitación la chica de turno se desnudaba sin pudor, sin tener un cliente en frente apuntándola, pero si se encontraba delante de sus ojos un impaciente intento de chulo que no sabía el momento de saltarle encima.
Por lo general lo acompañaba La Madona, nombre ficticio de la muchacha que en realidad se llamaba Carmen.  A golpe de cuatro de la madrugada La Madona ya completamente desnuda tenía la manía de salir al balcón del cuarto y dejar que el aire de esas horas le refresque las tetas, pocas veces manoseadas, porque eso si no se lo permitía a ningún cliente, pues temía que se le pusieran aguadas o se le cayeran. No le daba miedo que alguien pudiera verla, ya que el juego de monopolio de la vida la llevaba a muchos sitios vendiendo muy baratos sus más preciados tesoros y perdiendo para siempre la dignidad.
Quizá por eso aceptaba ir con Jhon y jugar un poco con su impaciencia. A veces deseaba que hubiera alguien en la calle mirándola e invitándola a bajar con esa seña que hacen los adolescentes cuando llaman a su doncella.
Al ver que nada de esto sucedía, giraba, entraba y se encontraba a Moncada desnudo, de piel amarillenta con la mano en la entrepierna preparando motores.

Totalmente dispuesto la agarraba del trasero con las dos manos y le llenaba las tetas con besos impares. Ella con esa risa característica de las 'mujeres de la vida' que significa una orden, lo empujaba a la cama. Ella tomaba una toalla que colgaba de un clavo en la pared y salía al patio. Se duchaba detrás de la puerta de zinc. La calentura que traía del trabajo le duraba hasta una hora después y solo se le pasaba cuando terminaba su baño. Se envolvía cubriéndose desde el torso hasta las rodillas y un frío serrano le hacía temblar el cuerpo desde los huesos hasta las uñas. A veces pensaba que hasta el cabello le tiritaba de frío.

Regresaba a la pieza recitando con una voz inconfundible, parecida a la de las maestras de escuela
-          A ver mijito. Yo no estoy trabajando. Las cosas se hacen a mi manera.

Ya bañadita, con el cabello mojado y pegándosele a los hombros y diminutas gotitas de agua temblando y brillando como estrellas en su piel, observaba a Jhon con cierto halito de poder en los ojos.
Mientras tanto el aguardaba en su colchón tirado en el piso de madera, fingiendo buscar los condones que bien sabía que no tenía, que no había comprado y que casi nunca compraba. Había aprendido a respetar el ritual hasta que la paciencia le dure. Ella sabía que con él podía gozar de caricias propias, no alquiladas, y disfrutar de los privilegios del sexo oral con un amigo. Le exigía continuar con un lengua entre sus piernas friccionando su clítoris grande que estaba cubierto por una pequeña capita de piel hasta alcanzar llegar al orgasmo, orgasmo que había estado la noche entera detrás de la puerta negandose completamente a salir y presentarse a desconocidos que no tenían ni la más remota idea de cómo saludarlo. Luego, ella devolvía el favor con elegante maestría. Lograban hacer el amor aproximadamente por una hora y media. Se besaban en la boca como dos enamorados. Eso solo se lo permitía a Jhon o algún otro amante de ocasión que ella escogía. Más de una vez llegó a entretenerse con un beso más que una embestida  profunda. 
Su cabello ondulado se movía de atrás para adelante al igual que sus senos, su piel mulata adoptaba el color de la noche en la penumbra. Luego de que Jhon no resistiera más y se moviera como electrocutado desatando su energía liquida, los dos caían rendidos en la cama y dormían placidamente hasta las doce del día en que el sol que entraba por la ventana les quemaba la piel desnuda y los despertaba. Esos fueron años dorados de la época del colegio.


Cuando se graduó de bachiller hizo el curso de policía y lo habían ascendido a comandante. Tenía una sandía dentro de la camisa. Su progreso comenzó cuando algunos superiores se dieron cuenta de su capacidad para tranzar con los más temidos delincuentes corrientes hasta con los peores corruptos de apellido burgués. Ese regateo en la calle vendiendo limones en Machala y el tratar más de tres años con meretrices le había dado una destreza única en los uniformes de la heroica policía nacional para lidiar con congresistas pillos de derecha e izquierda. Todos tenían un precio y él era el encargado de hacer las negociaciones que sus jefes, gracias a su subalterno, no hacían para que, si en un futuro pasara algo, su buen nombre no se vea mancillado en esas bajezas.

Todo marchaba bien es su vida económica y familiar hasta que un día desde el alto mando lo asignaron para que investigue a un periodista que molestaba al gobierno. Apenas recibió una foto en un sobre de papel me reconoció al paso. Se le heló la sangre, pero diestro para disimular aceptó el trabajo con una sonrisa.
El teniente Mario Cepeda, queriendo ser ambiguo con sus palabras le dijo
     Mire comandante, usted se ha de haber dado cuenta que en los años que lleva en esta institución no ha sido costumbre perseguir a los periodistas, verá.
Prosiguió sacando una cajetilla de cigarrillos de un bolsillo de su chaleco lleno de medallas otorgadas por la burocracia y no por merito alguno que honrara a su uniforme.
     Queremos que averigüe la vida de este tal Cheo. Así firma sus reportajes y la foto que ve ahí nos la entregó un coleguita suyo. ¿Le ve?
Jhon repasaba con la mirada la foto en la que aparecía yo con un grupo de compañeros del colegio de periodistas. Jhon trató en vano de preguntarle el nombre del generoso informante, pero ese dato no le fue revelado.

-          Como usted ha de haber visto en las noticias desde hace aproximadamente tres meses más o menos este sujeto tiene incómodos a mucha gente importante.
-          Si he visto mi teniente. El tipo tiene una página en Internet donde saca fotos de los famosos  en fiestas alocadas. A los hombres con mujeres ajenas, a deportistas saliendo de moteles con hombres. Hasta un diputado sacó saliendo de una casa en el Guasmo besando a la moza en la boca y cargando a su hijo. Hasta su mujer lo echó a ese hombre y la que se le armó en la asamblea.
-          A eso quería llegar Moncada. El asunto es que este tipo no trabaja solo.

-          Eso le iba a preguntar. ¿Cómo le hará para tomar esas fotos y grabar las cintas?

-          Ese es el asunto que más nos preocupa. Él solo coordina su página. Es la gente la que le manda las fotos y los videos. En todo el territorio nacional y hasta fuera de las fronteras hay ecuatorianos que se creen periodistas y no pueden ver un conocido, sobre todo si es político que 'plas' le toman una foto.

-          Ah chuzo. Pero al que no se porta bien y no se sabe hacer sus cosas a escondidas le va a ir mal con tanta gente por ahí haciendo de cámara escondida, sentenció Jhon.

Le preguntó al teniente que porque lo habían elegido a él y solo recibió como respuesta que el alborotador era de El Oro, de Santa Risa. Moncada comprendió que como él era de Machala, sus superiores pensaron que le sería menos difícil conseguir información de mi vida.
Lo que no imaginaba la policía y el detalle que no se perdonarían por el resto de la vida haber pasado por alto era no haber comparado la hoja de vida de Jhon con la mía para darse cuenta que nos habíamos graduado en el mismo colegio, el mismo año. 
Una pregunta más hizo  Moncada ¿Qué tiene que ver la policía con esto?, solo le respondieron que la orden venía de arriba.

Jhon se levantó y salió de la oficina con la última frase de Cepeda retumbándole los oídos como un bombo – Encuentre algo, averigüe algo o por último invente algo de ese tipo para joderlo y poderle meter un buen susto a ver si se sigue creyendo el Che Guevara de la información. No queremos pasar al plan b, que usted bien conoce.
Lo que el teniente Mario Cepeda no sabía era que yo odiaba el comunismo tanto como los excesos del capitalismo.

El orejón, como le decíamos a Jhon en el cole, sacó de su bolsillo el celular y buscó inútilmente mi número, recordó que hace seis meses había olvidado su móvil en un bar y ahora tenía otro. Desde que salió de esa oficina pudo sacar las culebras de su boca por primera vez. Maldijo.
- Mierda. En que se ha metido este loco. Yo le dije que se deje esas mariconadas del periodismo y se haga policía como yo.
A estas alturas fuéramos ricos y ya tuviéramos el motel que siempre quisimos ponernos.
Jhon pensó que sería fácil encontrarme y avisarme antes de que llueva sobre mojado.


A las 6 am cuando se disponía a salir al aeropuerto Mariscal Sucre hacia Guayaquil recibió una llamada que le heló las piernas y lo sentó nuevamente en la cama. Soltó su mochila de civil y no necesitó preguntar quien era porque reconocería esa voz entre miles. La había escuchado casi siete años en las noticias, en el programa radial de los sábados y en las cadenas televisivas que interrumpían la programación mínimo tres veces por semana.

Solo entonces supo que la cosa era seria. Esa mañana en Quito se le hizo más fría que nunca y recordó ponerse una chompa del Barcelona que hace un año yo le había regalado.

Llegó a Guayaquil como a las ocho y media por un retraso en la salida del vuelo. No se fijó en lo absoluto en lo acabado que estaba el José Joaquín de Olmedo desde que lo administra el gobierno central.
Un taxi viejo lo llevó a la Bahía en busca del almacén de mi padre. Dio vueltas como media hora confundido con esa multitud de comerciantes informales que habían invadido las calles. A su nariz le llegó un olor fétido y pudo comprobar absorto que a su izquierda junto a un comedor estaba una ruma de basura que no había sido retirada en una semana. A su derecha una indígena cagaba en plena calle mientras la madre le limpiaba la nalga y atendía a los clientes al mismo tiempo. Pudo ver a un hombre robusto y calvo con una camiseta pintada con grafitos de color amarillo, negro y rojo. Lo siguió entre los quioscos de la calle Ayacucho y le puso la mano en el hombro. Mi hermano lo reconoció de inmediato y lo llevó hasta el local. Yo estaba ahí todos los fines de semana.
Lo malo que cuando Jhon me dio la noticia era muy tarde. El día anterior habíamos recibido un vídeo de un alto funcionario del régimen conversando con un militar sobre la próxima incautación del diario “El Universal”, el único medio fuerte que tenía muchos problemas con el gobierno, pero que aún se manejaba de manera independiente. Le dije que acababa de colgar el vídeo en este preciso momento y ya lo había enviado hace varias horas a la agencia internacional que me había remunerado muy bien. Quise retirar el vídeo de la red, pero ya estaba en muchos otros portales y redes sociales, decenas de personas no se habían demorado ni 10 minutos en copiarlo en sus páginas. Solo entonces pensé al estilo de Pedro el escamoso “poseo problemas”
Sin embargo aun pensaba que las cosas no eran demasiado graves, hasta que Jhon volvió a atender su teléfono y se puso más pálido que nunca. Una vez que colgó me preguntó que qué otra información tenía, puesto que los jefes le habían dicho que debían pasar al plan b conmigo, y eso significaba darme unfollow del mundo de los vivos.

Le dije que teníamos información no verificada y que por eso no la publicábamos. Me preguntó de qué se trababa y le dije que según la grabación de una conversación telefónica entre un ministro y un asambleísta oficial en la que hablaban de que se suspenderían las elecciones presidenciales previstas para dentro de ocho meses, es decir que hablaban de una dictadura con todas sus letras. No la había publicado porque no estábamos seguros de los dueños de esas voces o si se trataba de un montaje, ya que esa grabación nos había llegado al mail en formato mp3. Nada era seguro, pero tampoco ilógico.

Al ponerme sobre aviso Jhon sabía que su carrera estaba en peligro. Me lo decía a ratos con la mirada, con ganas de que en un futuro si lograba salir de esta yo le devuelva el favor.

-          Loco, te voy a ayudar, me dijo, pero debes huir.

Así lo hice. Escapé a Santa Risa y Jhon daría largas a su investigación, hasta que la situación aguante, ya que lo que se venía era una bomba.

Luego de que esa información de la presunta incautación del diario se hizo pública, el gobierno salió a negarlo todo en una cadena nacional. Jhon debía pasar informes diarios a sus superiores sobre todo lo que había averiguado de mí.
Su primer informe llegó a manos de un alto jefe y decía “Se desconoce paradero de Cheo Pereira. Todo indica que lleva días publicando desde la sombra”

El viaje a Santa Risa se me hizo larguísimo. Me fui en la empresa de transporte turístico de un amigo con unos españoles medio patuchos como yo que se dirigían a El Oro para conocer Zaruma. En el trayecto iba escuchando las noticias en mi celular, el que temía que estuviera intervenido. Llegando  a Santa Risa quemaría el chip y compraría otro.

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